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viernes, 1 de enero de 2021

 LA TIERRA DE LOS ABETOS PUNTIAGUDOS

de Sarah Orne Jewett


Llevaba un viejo cesto marrón de mimbre en la mano, de esos con tapa, como si saliera habitualmente de visita, y nos miró tan alborozada y exultante como una niña.

... creo que Joanna era una de esas personas condenadas desde el principio a caer en la melancolía. Se retiró del mundo para siempre, a pesar de tener dinero. Solo quería huir de la gente, pensaba que no estaba hecha para vivir con nadie, y quería ser libre. 

Hay algo de especial en esa clase de retiro que irremediablemente estimula la imaginación; los ermitaños son espíritus tristes, pero nunca corrientes.

Todos guardamos recuerdos que nos dañan y otros que nos reconfortan en esta travesía que nos guste o no tendrá más de renuncias y despedidas que de cualquier otra cosa. Poder refugiarnos en los hermosos momentos vividos en el pasado una vez que sabemos que el futuro es una estela de pérdidas es uno de los bálsamos para nuestra melancolía que más estimaremos a medida que pase el tiempo. Los resortes que nos ayuden a correr hacia los brazos de nuestros seres queridos que ya nos dejaron, aunque sea por breves momentos, serán como llaves mágicas que abran las puertas chirriantes de un mundo perdido, pero que todavía nos pertenece. 

Quería para mi primer texto del año 2021 sobre un libro leído una de esas llaves grandes y antiguas que te llenaban la mano. Una lectura del color de la nostalgia. Es LA TIERRA DE LOS ABETOS PUNTIAGUDOS, de Sarah Orne Jewett, ese resorte como el de una caja de música, nuestra particular música de antaño, que me ha permitido realizar dos viajes, el de la narradora, una escritora que nos llevará hasta el pueblo costero de Dunnet Landing buscando un lugar tranquilo donde escribir y a mi propia infancia en la que la naturaleza tenía para mí el tacto rugoso de las manos de mi padre, de la tierra fértil que agarraba con las mías tan pequeñas entonces, cuando le seguía a todas partes, y el aroma y color de la manzanilla.

Por qué este libro me ha llevado hasta mi padre. Dunnet Landing no se parece a mi pueblo en absoluto, pero en él vamos a conocer a seres peculiares, donde su soledad adquiere tonalidades que se corresponden a la perfección con las de todas aquellas personas que no parecen como los demás, que son diferentes, que a menudo son mejores y que dejarán una huella más duradera, que tardará más en confundirse con la del resto cuando el peso de los años borre todo rastro. Mi padre era uno de esos seres que no son de este mundo, que parecen que vinieron ya con las alas puestas y que tienen historias como las de este libro, que te llenan la mirada de un horizonte más amplio, más colorido y que alejan el hastío que nos provocan los que son tan iguales al resto. Estos seres no siempre son comprendidos, ni aceptados, ni se le sabe mirar ni escuchar para extraer toda su belleza, pero qué duda cabe que permanecerán en quienes tuvimos la suerte de conocerlos y su influencia se verá en aquello que hagamos. 

Nuestra escritora se alojará en la casa de la señora Todd, mujer extraordinaria que posee una gran sabiduría sobre las plantas, lo que le permite mantener un cordial entendimiento con el médico del pueblo para aliviar las dolencias físicas y del alma de los habitantes de este acogedor y encantador pueblo costero. Junto a ella conocerá a diferentes personalidades y sus historias y disfrutará con ello enormemente. Pero no puede olvidar que ha venido a terminar su libro y los continuos requerimientos de sus convecinos la empujan a  refugiarse para escribir en una escuela a la que no acuden los niños durante el verano. Sin embargo, a menudo las excursiones junto a la señora Todd la alejarán de allí y a nosotros con ella, para recoger una gran variedad de plantas y compartir apacibles momentos con los diferentes personajes. Caminando o montadas en carromato o calesa veremos el hermoso paisaje de Nueva Inglaterra que es descrito con mimo y se nos muestra en todo su esplendor; conoceremos las costumbres de esta zona rural y en los hogares el ritual del té, las antiguas labores de aguja y el contar viejas historias. Nuestra narradora no querría irse nunca de este lugar. Ni nosotros tampoco. Que las vacaciones se alargaran y la señora Todd no dejara de transmitirle su saber y de inundar su sentidos en cada despertar con sus plantas. 

Es una narración serena, de mirada amable, de entender a los demás en sus particularidades, de sentir la naturaleza como parte inseparable de nuestro ser. 

Cada día mi padre me ponía un pañuelo en la cabeza, me subía delante de él en su moto y nos íbamos a nuestra pequeña huerta que era su lugar preferido, su refugio, su relax. De allí volvíamos con fruta, verduras y diversas plantas como la bella, aromática y humilde manzanilla. Mientras la cortaba yo permanecía a su lado y observaba cómo la iba dejando dentro de un cesto de esparto hecho por él, pero el último ramillete siempre lo depositaba en mis pequeñas manos y me lo entregaba con su permanente sonrisa bondadosa. 

No siempre le entendí, en algún momento al hacerme adulta perdí la mirada de niña que solo ve lo que de verdad importa en una persona, su absoluta bondad, su mano grande y rugosa siempre tendida hacia mí. Pero nunca esa mirada se fue del todo y cuando él se marchó con esas alas que tenía desde que nació agarré fuerte el pañuelo que colocaba sobre mi cabeza para que lo acompañara a su lugar preferido en la naturaleza, entre plantas. Aun así a veces el fuerte viento de esta vida me lo arrebata de las manos y son libros como este, tan hermosos, tan verdaderos, tan apegados a la tierra como a las buenas personas que me devuelven mi bonito pañuelo de niña, la mano de mi padre y su eterna sonrisa.

Texto y fotografía: Ana Martínez García.  

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